El diario hallado fortuitamente

Mi vida cambió cuando descubrí sobre un banco un libro intrigante. Me atrajo de inmediato. Me acerqué disimuladamente. Apenas quedaba gente en el parque pues atardecía. Lo abrí al azar. Escrito con mayúsculas a mano, regulares, abigarradas, compactas. A lo largo de los años posteriores me ha vuelto la duda de si impreso o manuscrito.

Leí un trozo, salté a otro, el contenido me fascinó.

Pasado un rato lo dejé donde lo había encontrado y me mudé a un banco cercano, a ver si su dueño se acordaba y venía a recogerlo. Cerraban las verjas ya y decidí llevármelo. Siguiendo algunas pistas de las primeras páginas traté de contactar con su dueño. No lo conseguí tras repetidos intentos. Para devolvérselo, claro. Más adelante interés de conocerle.


Ya en mi hogar, una cuidadosa lectura me reveló que en esencia trataba dos temas.

Dentro de un marco que el autor a veces denominaba Las Tres Esferas, una forma de organizar la realidad.

Escrito, me fui dando cuenta, en un castellano clásico, rico, neutro, ejemplar.


Otra de las líneas del libro hacía una crítica del modo de vida urbano (urbanitismo). Al principio me ofendía el tono despectivo con que aludía a la especie urbanita, con la que hasta entonces me había identificado.

Decidimamente este libro no me daba la razón en todo. Me irritaba a la vez que me mostraba una forma diferente de ver la realidad.


Esos primeros días, u horas, de hojeo y lectura me cautivó la gran riqueza de ideas. Iba con mi estilo, si bien aún no sabía si coincidían o encajaban con las mías. Suponiendo que y fuera capaz de generar tantas.


Mucho después tuve la oportinidad de enseñarle el libro a un encuadernador profesional. Opinaba que se trataba de una impresión de alta definición, no de un manuscrito. Lo que dejaba abierta la puerta a que no fuera el único ejemplar.


Pocos días después, al ir a tirar el papel en el contendedor correspondiente, atisbé por la ranura un libro encuadernado en tela de igual manera, de igual textura pero de color diferente. Metí la mano cuando sólo se veía un transeúnte por la acera. Dio la casualidad de que se dio la vuelta y me sorprendió.

Lo he tirado yo-- dijo.

Era un vecino del barrio y me dio vergüenza que me sorprendiera sacando cosas usadas de los contendores, aunque del de papel resulta menos sospechoso.

En efecto, cuando llegué a casa descubrí que se trataba del mismo libro. Inquirí en qué piso exactamente vivía dicha vecino. Luego llamé a su puerta y le pregunté si lo había leído y por qué lo había desechado. Al parecer no le había parecido interesante. Prefería leer novelas, ni siquiera era un libro científico. No, no lo era.

Entonces aportó una idea interesante. El misterioso autor había abandonado ahí el libro a propósito para motivar a alquien a que le leyera, a que le leyeran a él.

--Absurdo-- murmuré.

--En absoluto-- me atajó él. --Lo llamamos Economía de la Atención.-- Se detuvo como buscando las palabras.

Me invitó a pasar a su salón. Tal vez se explicase mejor con más calma, sentados en su territorio. Acepté.