La queja
He solido quejarme mucho. (Supongo que uno no debe decir he solido
, sino si acaso solía
, porque soler es verbo defectivo y este tiempo es uno de los que no existe.) Quejarse sabe mal y uno no debe quejarse. En mi vida la queja forma un aspecto negro enfrentado a otro luminoso, el de crear, construir.
La queja es auto-destructiva. Uno se perjudica a sí mismo cuando cae en determinado tipo de queja. Uno cae en determinado estilo pesado, repetitivo, machacón e intenta argumentar y convencer lógicamente por qué determinada situación está mal. Quejémonos, sí, pero con arte. Escribamos o declamemos relatos con la moraleja que elijamos, en los que aludamos a nuestra verdad muy de pasada. O bien prescindamos de quejarnos pues no hay necesidad.
Propongo indagar en por qué el malestar ya no es, como cuando Freud hace cien años, el resultado de la sublimación del deseo, sino una forma de vida que al mismo tiempo que se combate se cultiva. Vivimos en una verdadera Cultura del Malestar
, que ya no está ligada al sentimiento de culpa, sino al contrario, al orgullo de víctima, a las razones de la tristeza.
Las culturas del malestar tienen sus rituales, sus gurús, sus sanadores, su industria, sus administradores, sus agoreros y, por supuesto, sus filósofos: sus partidarios y detractores, sus chamanes y charlatanes, sus ídolos e iconos, sus pregoneros y sus censores.
Comencemos planteando una cuestión, ¿Tenemos o no razones para la queja? ¿No sucede que, al contrario que en la obra de Freud, centrada en el sentimiento de culpa, nuestro mundo contemporáneo busca denodadamente culpables? ¿No será que hemos sustituido el sentimiento de culpa por la búsqueda de culpables? ¿Vivimos en la cultura del malestar? ¿Tenemos tantas razones para el desasosiego y el pesimismo? ¿Hemos encumbrado el papel de la víctima? ¿Somos realmente tan frágiles, tan vulnerables?