Economía de la destrucción

Todos hemos oído historias sobre destrucción de bienes, por ejemplo que se tiran cargamentos enteros de carne al mar. ¿En Argentina? ¿Exactamente quién las tira? Lo que está claro es que la escasez de un bien o servicio lo encarece, con lo que aumenta la ganancia de los que lo producen y distribuyen.

Analicemos un caso extremo. Supongamos que en un país se producen 200 toneladas de carne al día pero sólo se demandan 100 toneladas. Si la carne la produce un solo agente, o varios que se coordinan entre sí, entonces podrán venderla al precio que quieran. Pero si no se coordinan—en realidad las legislaciones modernas prohiben tales acuerdos— entonces la carne habrá de venderse al precio que cuesta producirla, y las oscilaciones económicas harán que buena parte de los productores quiebren.

(Por cierto, ya Marx advirtió que, debido a la libre competencia, el régimen de capitalismo privado abocaba a rendimientos de capital nulos o insignificantes, con la posible excepción de las empresas innovadoras, las únicas que repartirían dividendos sustanciales. Esto, aplicado a la carne, significa que si todos los ganaderos criasen su ganado con igual eficiencia, el juego del mercado hará tender sus ganancias a cero.)

Un caso particular de destrucción menor es el de la imposición de cuotas y en general el proteccionismo. Por supuesto no se protegen todos los sectores por igual, por lo que en la práctica se trata de concesión de privilegios.

Se suele admitir que el proteccionismo nacional vuelve al país menos competitivo en el contexto internacional. Para entenderlo presentaré primero la siguiente proposición:

El encarecimiento de la vida en un país encarece los bienes y servicios que para producirse requieren de mano de obra humana.

(En realidad podríamos enunciar leyes análogas sobre el precio de la energía y de las materias primas.)

Lo que se hace en la práctica es limitar el número de individuos privilegiados, lo cuál es cuantitativamente muy cuerdo. Poco importa que unos pocos ciudadanos sean muy ricos mientras su riqueza represente una fracción pequeña de la del país. Poco importa que algunos ciudadanos vivan de los demás, mientras no cobren mucho ni sean numerosos.

Por cierto, esta ley parece contradecir otra del pensamiento económico moderno: Cuanto mayor es el gasto (per cápita), mayor es la renta (percápita). Un argumento a favor de esta—para mí—falacia es que con frecuencia el encarecimiento consiste en recibir más servicios. Ahora bien, algunos de estos servicios (y bienes) son connaturales al hombre, otros son necesidades creadas, a menudo a golpe de ley. ¡La contabilidad de un país resulta muy fácil de manipular!

Volviendo al hilo principal, sólo hemos definido una economía de la escasez, no de la destrucción. Por cierto las guerras que involucran a potencias modernas estimulan la economía a fuerza de destruir, principalmente instalaciones y objetos. Uno empieza bombardeando las infraestructuras del enemigo. Más aún, los bombardeados pueden sentir su economía estimulada y revitalizada. Los países perdedores de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en paraísos tras su reconstrucción.

(Una vez vi una película por supuesto norteamericana sobre un país pequeño que decidía provocar una guerra con el gigante militar EEUU para beneficiarse del trato que dispensa a los derrotados. O los ancianos japoneses pobres que delinquen a posta porque en la cárcel se vive materialmente mejor.)

Entonces, ¿por qué hablo de destrucción? Empezaría diciendo que la escasez se consigue dificultando la producción de un bien y obstaculizando la autoproducción. ¿Esto existe en la realidad y más allá de la más disparatada teoría?

Por supuesto una economía orientada a las exportaciones—¿acaso la española no depende en última instancia de sus exportaciones?— minimizará los privilegios y tratará de abaratar la vida de sus ciudadanos.

¿Pero la producción de qué bienes y servicios se cierra?